El viernes pasado communiqué finalmente mi decisión en la empresa en la que trabajo. Voy a permanecer en ella exactamente 22 días. Aunque no se han esforzado mucho por retenerme, agradezco el noble y falso gesto patronal de dejarme las puertas abiertas a una posible vuelta en un futuro. Me ha llegado al corazón. Las formas hay que mantenerlas siempre, y si bien en Recursos Humanos puede que haya caído algún rapapolvo por no incorporar personas comprometidas con la filosofía de la empresa, parecen haber entendido que mi transfuguismo se debía a una oferta irrechazable: El Banco estaba dispuesto a pagar mi cláusula de rescisión e iba a ser imposible retenerme allí contra mi voluntad. Al fin y al cabo, un trabajador desmotivado e indolente conculca los cimientos básicos del ya desaparecido neoliberalismo económico. Déjenle marchar.
Mientras espero al fin del presente contrato y a su consiguiente mellada mensualidad, medito en mi exilio cacereño si una experiencia laboral tan express merecería la pena ser recogida en mi curriculum. Espero paciente que todos los trámites administrativos se solucionen y finalmente me concedan el tan ansiado visado de trabajo que me permita regresar triunfal a Seúl. Tanto El Banco como las autoridades coreanas se están tomando con una calma excesiva todo el papeleo., pero mientras tanto, disfruto de mis últimos momentos en España, y reparto mis días entre Madrid y Cáceres.
Cáceres, la ciudad en la que viven mis padres y en la que me exilio cuando escapo de la capital es un pequeño, bello y agradable asentamiento medieval, sin estrés ni ambiciones. Declarada en 1986 ciudad Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO, es un remanso de paz en el que los funcionarios pululan salvajes y se reproducen eternamente generación tras generación. Para los cacereños es difícil regresar a Cáceres ya que pocos salen de ella (que la Junta les proteja). Para los turistas, es difícil no repetir.